lunes, 9 de septiembre de 2019

SIN TOMARTE A TI (cuento)

Los amantes, René Magritte, 1928
Por: "Quya" Reyna Maribel Suñagua Copa
23 de septiembre de 2019

Ayer nuevamente lo viste, perecía mucho más enojado de lo normal. Quizás es porque no te has estado portando bien, quizás es porque nada le está saliendo como desea. Está tenso, cansado, preocupado. No quieres que se enoje contigo, quieres agradarle, quieres que esté bien, que ambos estén bien.

¿Cómo lo conociste? Aún el recuerdo prevalece, pero se mitiga muchas veces por lo sucedido. No quieres recordarlo, quizá luego, quizá cuando aquellas luces parpadeantes de afuera se apaguen, cuando todo se calme y la tensión  disminuya y puedas pensar mejor.

El salón es oscuro, la luz se ha desvanecido para no llamar la atención. Afuera se concentran personas esperando verte, esperando tenerte con ellos, pero sólo puedes pensar en él. Lo ves nuevamente, merodeando los salones, se sienta a tu lado, contempla contigo aquella lobreguez que los transforma en clandestinidad. Pone su chaqueta en tus hombros y rodea tu espalda con su brazo, posa un cigarrillo en su boca con la otra mano, toma un encendedor y el fuego hace contacto con el tabaco envuelto en ese delgado papel. Absorbe, el humo sale por su nariz y se dibuja en el aire.

Te mira, como aquella primera vez y no puedes no quererlo, te sientes tan protegida por él, está tan acomodado en tus emociones, tan bien puesto en tus ojos ¿alguna vez el terror se ha convertido en una dulce compañía nocturna? Una sonrisa disimulada se muestra entre aquel salpicado rostro de sudor. Se acerca más y pone el cigarrillo entre tus labios, aspiras y dejas que el humo se desborde por su rostro en una exhalación casi provocativa.

Lo observas, él se apoya en la pared y se pone pensativo. Quieres su atención y por eso tus manos recorren ese rostro robusto, esa barba ya crecida y su cuello helado. Él saca de su bolsillo una botella de agua, la abre y te la da. Bebes, tragas, piensas y…

     — Cuando todo acabe, ¿me seguirás queriendo como ahora?— le preguntas, mientras unas gotas de agua escapan de tu boca.
       — Cuando acabe, estarás conmigo en una playa en las costas del Atlántico—. Te observa y limpia el líquido cristalino de tus labios con el pulgar.
       — Quiero que todo acabe e irme contigo. 
       — Eres muy valiente, linda. Mucho muy valiente como para confiar en mí.
       — Más que en nuestra policía — le muestras una sonrisa irónica. 

Te dio miedo cuando lo conociste, por supuesto, porque en aquel momento pensaste “esto será un infierno”, pero un día te cobijó y prometió que nada te iba a pasar, le creíste; le creíste tanto que ahora piensas que, si él podría hacerle daño a alguien, no sería a ti. Ahora sólo quieres amarle, quieres posarte en sus labios y, en un abrazo, romper las subjetividades suyas para que él rompa con un beso que te estremezca. Son dos personas que no pueden salir al mundo, así que el mundo salió de ellos y construyeron uno ahí dentro, en donde su amor no era un peligro, sino su arma más poderosa. Son dos personas tranquilizándose mutuamente ante lo indescifrable.

Se recuesta en tu pecho, acaricias su cabeza y envuelves con tus dedos su cabello tan rústico, tan desordenado. Lo miras por debajo de ti, sus ojos brillan por la escasa luz lunera que se asoma por algunas ventanas del salón. Te inclinas un poco y tu cabello largo, al caer, cubre aquel beso minúsculo en sus labios… y de pronto, una cortina de vapor ingresa por aquella delgada línea de espacio entre la puerta y el piso. El salón se baña de un vapor ácido que cae del techo también. El espacio se vuelve espeso, cubierto por una bocanada de niebla agria.

Él toma tu mano y corren desesperadamente, pero sientes que esa niebla calcina tu garganta e irrita tu vista, el espacio se nubla, todo es borroso. Te sientes perdida ante ese infierno que quema tu piel, pero no sueltas su mano. Poco a poco aquellas nubes grises entierran su rostro en el espacio. Sólo distingues aquella mano que tiembla, que aprieta la tuya, no la sueltas, pero aquel gas que se dispersa entre el ambiente impide que puedas respirar, escupes saliva y los fluidos nasales se escurren por tu rostro, sientes un leve ahogo, es difícil respirar, no, no… "¡Aquí están! ¡Tómala! ¡Sácala de aquí!" : oyes gritos desconocidos y, en un intento de hallarte, notas que tu mano está desnuda de él. Alguien te toma del cuerpo y te pone una máscara que cubre totalmente tu cabeza, respiras dificultosamente, aunque el oxígeno vuelve a tus pulmones, tu pecho se infla y tu cuerpo se agita... y recuerdas su mano… la de él ¡lo buscas con tus brazos entre la neblina de gas! La máscara empañada impide más tu búsqueda, gritas, gritas: ¡Clark! ¡Clark! Pero su nombre sólo provoca un mínimo eco dentro de la máscara, que se mezcla con tu aliento, que se mezcla con tu saliva, que se mezcla con tus lágrimas, las que caen por el dolor, uno que te desgarra la garganta y entierra tus párpados con fuerza. Tus gritos se desvanecen como tu cuerpo, que cae tendido en los brazos de alguien más.

¿Cómo lo conociste? Aún el recuerdo prevalece, pero se mitiga muchas veces por lo sucedido. No quieres recordarlo, ahora no, quizás cuando las noticias dejen de hablar de él, quizás cuando las personas dejen de hablar de ti, quizá cuando un día todos olviden que, en aquel banco de Estocolmo, una rehén se enamoró de su secuestrador.