miércoles, 29 de mayo de 2019

El Mamani de la Celia: el rostro anónimo de la delincuencia

Mamani se encuentra con la ropa ya desgastada, dicen que tenía un letrero que ha sido arrebatado por el viento, las gotas de lluvia se han llevado el color de sus prendas y se lo han regalado al tiempo; tiempo que, sin embargo, no le ha quitado firmeza en su cuerpo. 
 Un muñeco de trapo colgado de un poste
en la zona Asunción San Pedro, El Alto. Foto: Quya Reyna.


"Quya" Reyna Maribel Suñagua Copa
Estudiante de Comunicación Social- UMSA
29 de mayo de 2019


Un poste de luz cercano a la esquina de la calle 29 de Junio de la zona Asunción San Pedro en El Alto lleva colgando, con  un alambre, el símbolo de la justicia social. Este símbolo marchito en colores, de prendas ajenas y un rostro anónimo, no es más que uno de todos los que circundan entre la urbe alteña. No tiene un nombre; lo hemos adoptado como lo que es nomás: un muñeco, distinto de los que son para jugar, pues éste más bien sirve para advertir: “Ladrón pillado, será quemado”.

Un libro de Juan Mollericona, Ninoska Tinini y Adriana Paredes llamado “La seguridad ciudadana en El Alto- Fronteras entre el miedo e la acción vecinal” expresa: “Los muñecos, como símbolo del ajusticiamiento se convierten en una forma de enfrentar al ‘enemigo interno’ como es la delincuencia, a partir de estrategias de intimidación a través de la representación simbólica de los linchamientos”. 

Doña Celia Condori, de 46 años,  es una mujer que vive en esta zona hace más de dos décadas. Al frente de su puerta se encuentra Mamani, el muñeco de trapo que ella hizo hace más de 10 años. Se llama Mamani porque me he querido referir a él con un nombre y como Celia se ha negado a ponerle uno, le llamo así porque así se refiere Celia a los mamones ,o sea, al que mama, al que engaña; entonces Mamani le he querido llamar porque me ha parecido interesante. Más que una entrevista, me siento a conversar con Celia sobre la creación de estos “homotrapus”, en especial del muñeco que ella ha hecho.

El olor a pescado inunda el patio de doña Celia. Ella se sienta despreocupada,  lavando algunos ispis y truchas en su bañador, porque al día siguiente  tiene que ir a vender pescado frito a la feria de Pacajes. No se muestra reacia, más bien antes de hacerme pasar a su casa me dijo: “no tengo tiempo, pero si no perjudicas, puedes hacerme la entrevista”. Y sin querer perjudicarle, me siento al lado de ella para conversar, mientras sus manos, con las yemas de sus dedos ya arrugadas por tanto remojarlas en agua, van secándose lentamente apoyadas en su mandil azul.

¿Sólo les llaman muñecos? Es decir, ¿no tienen otro nombre para que se refieran a ellos?
No, muñeco nomás le dicen. Otro nombre no conozco.

 ¿Cuánto tiempo tiene colgado ahí Mamani (se ríe cuando le digo que así le puse a su muñeco)?
Son más de 10 años ¿Cómo me lo vas a poner así?

No es el único en esta calle ¿no?
No, hay otros tres más adentro, pero ya están viejos.

Se los colocan generalmente en las esquinas.
Sí pues, así no entran a las calles, porque (los delincuentes) ya los ven en la esquina y de ahí, tienen miedo.

Una vecina me dijo que los muñecos no habían en estas calles, hasta que murió un chico asesinado por un delincuente en esta zona.
Sí…

Hace más de 10 años un joven que caminaba las calles nocturnas de la zona San Pedro se encontró con la muerte. Una madrugada, de una fecha ya olvidada, fue hallado su cuerpo con marcas de puñaladas. Varios vecinos afirmaron que era del colegio Puerto de Rosario, algunos decían que era del colegio Francia, sí, era del colegio Francia. Sus padres notificaron el hecho a la policía, nadie recuerda si encerraron a los asesinos. Al encontrar su cuerpo sin vida cerca de la cancha de la zona, los vecinos decidieron organizarse para enfrentar el problema de la delincuencia, porque  los alteños no dependemos de la policía en temas de inseguridad; siempre hemos sido huérfanos de nuestras autoridades y como huérfanos, debemos crear nuestros propios medios de defensa, de protección.

Celia me cuenta que los vecinos se organizaron un día después del infortunio de este joven. Los jefes de cada calle empezaron a proponer medidas que puedan solucionar o disminuir el problema. Algunas opciones fueron el de enrejar las calles, otras el de poner cámaras de seguridad o hacer vigilia. Varias de estas opciones se desecharon debido al coste económico o el tiempo que implicaban. Pero una opción en especial fue aprobada de forma unánime y sin reclamos: crear muñecos de trapos y colgarlos en postes de luz con letreros amenazadores, para que espanten a los delincuentes.

 ¿Cómo los crean? Es decir, ¿cómo se organizan para que existan estos muñecos?
En esa ocasión, todos los vecinos debían dar alguna prenda, como ropas, zapatos, pueden dar a veces una prenda, a veces dos. Luego ellos destinan a las personas que van a costurar el muñeco. Destinan quién va a hacer el letrero.

 ¿Tiene algún significado crear este tipo de muñecos?
 Significa que los vecinos están organizados, que en la calle si se encuentra a algún delincuente lo vamos a linchar, es una advertencia.


Calle 29 de Junio, zona San Pedro. Mamani se
 encuentra colgado en el poste de la calle. Foto: Quya Reyna.

Un cordón de lana atravesó el orificio de un agujón de 15 centímetros. Doña Celia supo desde un principio que primero debía rellenar el pantalón, que serían las piernas de Mamani. Cerró las dos aberturas inferiores de esta prenda, o sea, por donde se ingresan los pies; lo hizo para que no escape el relleno que era un conjunto de calcetines viejos y otras prendas trozadas que sobraron de las que donaron los vecinos. Cuando terminó de hacerlo, Celia empezó a rellenar el pantalón, hasta que quedaron bien duras las piernas de Mamani, que no estén liwiliwis (débiles), como dice ella.  

La chompa gris que le dio doña María, la de la tienda, y que seguro era de su hija, la mayor, fue para hacer el torso de Mamani; aunque la chompa con un borde rosado se veía femenino, a Celia no le importó “¿quién se va a estar fijando eso?”, diciendo, continuó costurando. Tomó la aguja y empezó a coser las mangas, cerrando los orificios, para que no salga por ahí el relleno conformado por retazos de tela, esponja vieja y algunos nylones usados más. Al terminar empezó el rellenado, hasta conformar un torso casi sólido. Posteriormente, tomó el borde inferior de la chompa y la juntó con el borde de la cintura del pantalón, y como en una ceremonia religiosa matrimonial, unió ambos para que sean un solo cuerpo, el cuerpo de Mamani. Al terminar, siguió rellenando un poco más hasta darle una corporeidad sólida.

La cabeza puede ser hecha con un panti licra con relleno o coser una tela en forma de calcetín grande  y rellenar. En este caso, Celia no se acuerda cómo lo hizo, le hizo como sea su cabecita al Mamani, dice,  y le puso nomás un sombrero despintado que le habían dado los vecinos. Para que se vea más humano, sus manitos hechas de guantes más le había puesto y de paso unos tenis blancos más, de su hijo, unos viejos, que seguro son la envidia de los otros muñecos descalzos que abundan en la zona, pero que le servirán a Mamani no para caminar, sino para hacerse más humano ante la vista de la inhumana delincuencia y así le tenga miedo.

 ¿Y el letrero quién hace?
 A veces los señores que tienen madera, pintura… o quienes tienen grande lata para escribir: "Ladrón pillado, será quemado", pero creo que ya se han salido sus letreros de los muñecos.

 ¿Por qué tienen que ser siempre hombres los muñecos?
—Porque más que todo roban hombres, por eso. A no ser… a veces andan mujeres. La anterior vez habían andado por aquí una parejita, pero los hombres dan más miedo, ellos más te asaltan, por eso se opta por los hombres.

¿Sirven?, a ver, a partir de que se pusieron los muñecos ¿hubo algún cambio con respecto a la delincuencia en la zona?
Sí, ha estado bien que hayamos colocado, porque después de ese rato ya no habían muchos maleantes. Ya tienen miedo pues. Claro, no entran ya a las casas como antes, pero siguen asaltando a los que caminamos, te agarran, ya es otra modalidad. Sólo funcionan para cuidar las casas, pero hasta de día te siguen asaltando.

Mamani se encuentra con la ropa ya desgastada, dicen que tenía un letrero que ha sido arrebatado por el viento, las gotas de lluvia se han llevado el color de sus prendas y se lo han regalado al tiempo; tiempo que, sin embargo, no le ha quitado firmeza en su cuerpo. Algunos retazos de tela salen por debajo del sombrero que Celia le puso. No puedo ver su rostro, está oculto bajo ese sombrero, su cabeza está inclinada, como si fuera parte de su aspecto la vergüenza o como si de un llanto clandestino se tratara. Y aunque no sea importante ver su semblante, porque de todas formas es un pedazo de tela con relleno, estoy segura que Mamani guarda debajo de ese sombrero marchito, la piel de un centinela nocturno.

Me parece que más que un símbolo del linchamiento, Mamani es el guardián de la calle 29 de Junio. Como guardián, se ha quedado inmóvil en el tiempo, enfrentando con su sola presencia al delincuente promedio que, agarrotado de miedo al verle, da vuelta atrás, para no volver, pues no quiere ser él quien  reemplace a Mamani en el poste de luz y sea colgado, más que por un alambre, por una soga. ¿Quién como Mamani para enfrentarse a la delincuencia sin hablar, sin violentar, sin matar…? sino con sólo mostrarse, porque  el miedo no anda en muñeco de trapo.

— ¿Y acaso la policía no hace algo?
La policía no sirve, ellos llegan al último, cuando el ladrón ya se ha llevado todo. Ni siquiera la alcaldía pone cámaras, nada hacen.

Doña Celia ¿Aquí se ha linchado a alguien cuando se lo encontró delinquir?
Sí pues, porque nadie hace nada. Una vez unos rateros nuestros vecinos habían sido, la gente ha salido a lincharles… pero yo no estaba ahí, me han contado nomás.

¿Murió gente?
No, la policía ha llegado.

— ¿Cree usted que los muñecos son como un permiso para linchar gente, para matar?
Como te dije, es una advertencia…


Mamani colgado en el poste de luz. Foto: Quya Reyna

Colgados con un alambre en un poste, con ellos se cuelgan quizás un poco el miedo, quizás un poco la inseguridad, quizás nada, pero ellos están ahí, como un habitante más de la zona. Les hemos creado el cuerpo, les hemos creado la figura, les hemos construído la personalidad en su ropa e incluso les hemos destinado el sexo; son parte ya de nosotros. Y aunque su trabajo es el de mostrarse solamente, su labor se ha transportado al de ser un ícono más del paisaje alteño, de esa gran campiña enladrillada. 

Y pues, Mamani de todas formas es un mamón, porque nos ha engañado, nos ha llevado, hace 10 años, a la conslusión de que lo necesitábamos para sentirnos más seguros, para sentirnos protegidos, abrazados por la "justicia social" que sólo emiten las manos desesperadas de hombres y mujeres cansados del silencio ante la delincuencia, lanzando un grito, un grito con olor a fuego, de color a sangre, en formas de piedras rebotando en el cuerpo desnudo de un antisocial. Pero no, la solución era otra, es otra; tarde nos dimos cuenta, Mamani.

Y esa vergüenza o llanto clandestino que parece tener este muñeco, quizá es porque aún ve una ciudad que se encamina lentamente a un campo surcado por esa violencia, por ese grito inquebrantable del asesinato... Quizás hemos elevado tan alto a esos muñecos, tan encima de nosotros, que ahora los humanos son ellos. 


"Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.

— ¿Quién eres? —preguntó.

—Soy el Príncipe Feliz.

—Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado.

—Cuando yo vivía, tenía un corazón humano —contesto la estatua—, pero no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar". El Príncipe Feliz, Óscar Wilde. 






viernes, 10 de mayo de 2019

Winturita, la última roca de la noche

"¿La felicidad es mental no? Winturita les vende felicidad a aquellos que no están seguros de su cuerpo y todo por 50 centavos".


Winturita, sentada en la Avenida 6 de Marzo- El Alto.

"Quya" Reyna Maribel Suñagua Copa
Estudiante de Comunicación Social- UMSA
Lunes, 27 de mayo de 2019

Es casi medianoche en El Alto. El minubús que recorrió toda la autopista se estaciona en la avenida 6 de Marzo, justo en el desvío hacia Río Seco: "¡servidos!”, dice el chofer. Bajamos todos y debo caminar un poco más por la avenida hasta llegar a la Calle 2 de la Ceja.

Ando a paso lento, ya estoy por llegar al segundo desvío, el que se dirige al aeropuerto y me paro, quiero pasar al frente. Hay un semáforo que no marca ni rojo, ni verde, sólo un intenso amarillo parpadeante. Volteo hacia atrás para observar si viene algún auto y en esa inmensa avenida me llama la atención una silueta que se reposa a un lado del paisaje, un cuerpo que no se detalla por la espesa neblina. Hay unas piedras a unos metros delante de ella, las que usan las comerciantes de ahí para hacer parar sus ch’iwiñas y como ellas, esa silueta se transforma en parte del paisaje nocturno de El Alto, como una piedra más, un poco más grande, quizá como una roca, que se sienta en el frío cemento, contemplando el cielo desde el piso y reposando debajo de una sombrilla formada por unas ramas de pino, ella es la última, la última roca de la noche llamada Winturita.

LAS 4 ROCAS NOCTURNAS Y WINTURITA

— ¿Siempre se queda hasta tarde?
—  A las 12: 30 de la noche a veces se va—  responde Adela, mi madre y “compañera de puesto” de Winturita, cuando le pregunto sobre ella.

Es otra jornada, son las 21:00 horas más o menos y me encuentro en el mismo lugar, pero ya no está solamente Winturita en ese espacio, ya que otras 4 mujeres están vendiendo y recogiendo su puesto: doña Flora, es la que empieza a recoger primero, porque tarda más de una hora en guardar en yutes las decenas de gorros y guantes que vende. Adela está sentada en un pedazo de cartón, esperando acabar los montones de palta, toronjas y postres tendidos en su nylon azul. Doña Zulma, que se estaciona 8 metros más adelante, alista su cochecito para llevar al depósito las coloridas camisas y blusas que comercializa durante el día. Más arriba se encuentra doña María, su esposo ha venido a ayudarle y entre ambos guardan las ropas y los huevos que venden por la tarde y, más cerquita de mi madre, a unos 4 metros, está Winturita, una mujer de aproximadamente 70 años; ella no se va hasta que se vayan todas.

Winturita  siempre está sentada encima de varios cartones y un cuero de oveja, cubiertos por un awayu. Usa una pollera que le llega hasta la mitad de la pantorrilla, tiene medias de lana siempre oscuras, son muchas chompas las que se pone, siempre está abrigada; un mandil gris le cubre ahora y encima una manta a cuadros. Se saca los zapatos siempre cuando se sienta, los deposita a un lado y ayudada por un palo envuelto en bolsa negra, ordena algunos de los productos que se han desordenado en su nylon y que ella no puede alcanzar con la mano. Sin embargo, lo más característico de ella es un gorrito de lana azul marino muy pequeño, tan pequeño que no le cubre los oídos, tan pequeño que le cubre muy poco la cabeza, tan pequeño que sólo se posa en su cabellera como un adorno. Sólo se lo quita cuando se peina.

Ella vende cremas de lechuga, Nivea, Mentisan, cortaúñas, navajas de afeitar, pilas, orquillas, gel, desodorantes, entre otros accesorios de limpieza y aseo. Todos esos objetos están tendidos de forma demasiado ordenada en un nylon de 1 metro por 1 metro y medio. Es el puesto más pequeño de todos, pero al lado de su nylon se encuentra el elemento que más ganancias le produce: una vieja báscula para medir el peso  y que cuesta 50 centavos su uso. La misma está rodeada de un nylon transparente, para que la gente no lo ensucie al pararse encima.

De los más de 40 comerciantes que venden en ese lugar, las últimas en irse generalmente son ellas. 

SIN LA DOÑA FLORA

Mientras doña Flora ya se va en el minibús de su esposo, quien le recoge todas las noches, Adela duerme una siesta envuelta en su manta café y yo me dirijo donde se encuentra Winturita, está a su lado doña María y un hombre frente a ambas. Me acerco a paso lento y el señor se para encima de la báscula. Winturita lee el resultado: “58 kilos”, le dice y con una sonrisa, sin decir nada, el señor se retira. “Buenas noches. Buenas noches, tía Winturita”, le digo. Doña María sonríe y Winturita responde un poco indiferente con un “Wenoches”; veo que no me reconoce.  Me paro encima de la báscula, doña María lee esta vez: “58 kilos”, doblo las rodillas un poco: “64 kilos”, me inclino nuevamente un poco más: “67 kilos”, me dice riendo doña María. Winturita se pone nerviosa.

Empiezo a reírme mientras le pago 50 centavos y ellas sólo me miran:

—  Yo ya sé que su balanza está mal, tía Winturita, pero no se asuste, soy su hija de doña Adela.

Ambas se calman. Winturita ya puede reconocerme, más de una vez he conversado con ella hace mucho. Y en efecto, la balanza de Winturita está mal, no lee el peso bien. En general el resultado sale 58 kilos, cuando te inclinas aumenta el peso. Hace 2 años yo lo verifiqué. Era bastante gorda y fui a pesarme un día, dónde más si no es donde la Winturita. Subo a la balanza y “58 kilos”, me dice. Me retiro y me voy feliz ¡había adelgazado! Pasaron dos semanas y fui nuevamente, seguía pesando 58 kilos. Justo después de mí, un señor se acercó, era más gordo y grande: “58 kilos”, le dijo Winturita. Él se extrañó un poco, pero se fue tranquilo, yo en cambio ya entendí: todos pesamos 58 kilos.

Desde ese día, cuando le ayudaba a Adela, veía a las personas sonrientes cuando se hacían pesar con Winturita, me hacían reír. Todas se iban felices, algunos extrañados y otros diciendo “no creo”. Pero era esa ilusión momentánea la que llamaba mi atención ¿la felicidad es mental no? Winturita les vende felicidad a aquellos que no están seguros de su cuerpo y todo por 50 centavos. Varios ya sabíamos de la báscula, incluso varias personas, sabiendo, igual se hacen pesar y pagan 50 centavos, pensando que con eso se solidarizan con la “pobre mujer”. Incluso Adela me cuenta que cuando se queda hasta tarde, a Winturita le regalan dinero los transeúntes: desde 1 peso, hasta 20.

Converso un poco con doña María. “¿Gotea la venta a esta hora no?”, le digo. Ella responde que se vende, pero poco: “antes se vendía más, pero este teleférico morado pues, nos perjudica. La gente ya no sube mucho por la autopista”. Llega un hombre:

— ¿A cuánto tu navaja?
—  A 3.50— responde Winturita
— Tan caro— se aleja
— ¡No es de lata pues! ¡Esos de 2.50 de lata son!­— grita sin esfuerzo.

Reímos…

SIN LA DOÑA MARÍA

Nuevamente estoy con Adela. Deben ser las once de la noche. Doña María se acerca a nosotras, después de haberse despedido de las demás. Le da un beso a Adela y le pide que se cuide. Ella en agradecimiento le regala unos 13 postres. Doña María agita su mano, me mira y se despide con un “chau, señorita”. Ya no hay casi nada de gente, y si hay, caminan tan presurosos que no notas su presencia. Winturita ya no tiene con quien conversar, así que sacude un poco su puesto con una bolsa de nylon, mientras yo me pongo a recordar la conversación que tuve con ella hace poco. No habla mucho castellano, así que doña María tradujo un poco su aymara, aunque yo le entendí a veces:

—  Y ese tu palo envuelto en nylon ¿para qué sirve?, tía.
—  Se defiende de los minibuseros que pasan por aquí y que se lo salpican su puesto con agua. Ella se lo golpea su minibús, a veces hasta piedra arroja—  me dice doña María, respondiendo por ella.

A escasos metros del puesto de Winturita, al frente, hay un hoyo profundo (una cámara de agua con la tapa rota a un costado) que siempre se llena de agua y rebalsa, parece un charco más, pero cuando lo pisas te entras ahi y ¡ay, tatito! Las veces que he pasado por ahí, he visto gente que ha metido toda una pierna a ese hoyo y resultado de ello es que algunas gotas salpican el puesto de Winturita. Si un minibús corre rápido y pasa encima del charco, también se lo salpica y peor.

Ignorada por la Alcaldía ante la petición de arreglar esa cámara, Winturita ha tomado medidas extremas: golpear a quien le salpique su puesto (menos a los peatones, pues sería el colmo que después de que se bañen la pierna con agua negra, una señora les esté golpeando con su palo “castigador”) o prevenir.

Un cono con franjas amarillas y negras se posa al frente del puesto de Winturita, para advertir del peligro de ese hoyo. El cono yo ya lo había visto, pero pensé que la Alcaldía lo había puesto, pero no, la Winturita se había comprado y cada día, como sus productos para comercializar, ese cono forma parte de su q’ipi.

El cono es el que salva a la gente y a ella del infortunio, por eso ella lo aprecia mucho. Un estudio muy minucioso realizado por mi mamá manifiesta que 8 personas por día (entre transeúntes o perros) eran los que sufrían las consecuencias de su distracción y “metían la pata” a ese hoyo. Con el cono de Winturita, la cifra ha reducido a 2 o 3 víctimas por día. Empero, aún hay minibuses que salpican su puesto, debido a esto, es que Winturita aún sigue conservando su palo castigador.

SIN LA DOÑA ZULMA, SIN LA ADELA

Son las 23:20. Adela ha ido a dejar sus cajas de paltas sobrantes al depósito cerca del edificio de Impuestos Nacionales, detrás del Campo Ferial. Yo me encuentro sentada en unas cajas de cartón y Winturita empieza a recoger su productos  muy, muy lentamente.

Doña Zulma ya dejó todo en el mismo depósito, carga su mochila y se despide de Winturita, de mí no, porque desde hace mucho no nos hemos llevado bien.

Un frasco de gel, dos manos y una servilleta. Winturita empieza a limpiar con su servilleta varias veces el frasco hasta que esté limpio, para depositarlo luego en una caja pequeña ordenadamente. Es bastante minuciosa, se la ve concentrada.

Ha pasado veinte minutos, Adela llega, guarda algunos postres en varias cajas, lo carga en su awayu, ordena más cajas de palta en su cochecito y se va nuevamente, es su segundo viaje hacia el depósito. Winturita ha terminado de limpiar los geles, las Niveas y las demás pomadas. Le falta todo lo demás.

Han pasado otros veinte minutos, Adela vuelve y se retira nuevamente, es su último viaje. Yo me sigo sentando en su puesto con algunos montones de palta, por si acaso alguien quiera llevar. Winturita, en cambio, ha recogido gran parte de su puesto, guarda en pequeñas cajas todos sus productos, los envuelve en bolsas negras y los junta en una servilleta, debajo de la misma está su awayu tendido. 

Se estaciona un taxi frente al puesto de Winturita. Sale un joven, es su hijo, se sienta a su lado, quiere ayudarle, ella no le deja, le mira con una cara de “vos no sabes”, Winturita continúa limpiando todo muy lentamente y su hijo se sienta a su lado con una gran paciencia— ¡Apúrate, mami!. Es de las pocas veces que él le viene a recoger.


SIN LA WINTURITA

Han pasado unos 15 minutos. Me acuerdo que Adela me dijo que recogiera el puesto en su ausencia, pero prefiero esperar a que llegue. Winturita se ha sacado el gorro, eso significa que ya terminó, se peinará y luego se irá. Toma su peine rojo, lo desliza sobre su larga cabellera canosa partida a la mitad, siempre la peina bien, porque sino las trenzas salen feas. Como cuando limpia sus productos y guarda los mismos minuciosamente, Winturita se concentra bastante para peinarse. Su pequeña mano acaricia, junto con el peine, su cabello canoso; es una danza intercalada entre ambas manos. Luego pasa a hacer las trenzas, lo hace de forma rápida, como si sus dedos fueran palillos de tejer; sus manos se mueven, por primera vez en la noche, de forma rápida, con un ritmo sinigual.

Por último, le pide a su hijo que le pase el cono, lo limpia, luego lo envuelve en un nylon negro, lo amarra con un wato y lo mete a su q'ipi muy despacio, ha terminado. Su hijo sube al auto su bulto y ella se sube también, pero antes, me observa, parece sorprendida; generalmente ella es la que se va última. Hace un gesto de despedida y cierra la puerta, yo la despacho con una sonrisa. 

Se fue Winturita, se alejó como yo me alejé aquella noche, contemplándola entre el vacío de la avenida que por las tardes es un río de autos y gente caminando; se alejó, quizá pensando ¿dónde estará esta Adela? Se fue mirándome, como si se mirara a ella misma, cada noche, cuando se está rodeada de basura plástica y aquellas piedras abandonadas que son parte de ese paisaje nocturno. Quizá porque ambas somos del mismo tamaño, se miró en mi rostro, en mi cuerpo, en la forma en la que estaba sentada justo como ella, en los cartones debajo de mis pies, en el nylon, en la manta a cuadros que me envolvía, en las bolsas de nylon negras al lado, en mis manos rajadas por el frío. Sus ojos se quedaron con los míos por un instante, pero el taxi se perdía en la neblina, como seguro me he perdido yo ante su vista mientras se alejaba. 

Ahora soy yo esa silueta que no se alcanza a detallar por la neblina, la que está sentada en el cemento, la que mira el cielo desde el suelo, la que está cubierta por una sombrilla de pinos, la que es observada con lástima por algunos transeuntes. Ahora me toca a mí ser la última, la última roca de la noche... bueno, hasta que llegue la Adela.